viernes, 12 de mayo de 2017

El cuadro. Capítulo 11


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Frente al espejo de pie clásico de madera blanca, Isabel se veía satisfecha: camisa con mangas de tres cuartos color blanco sin permitir que se trasluciera; falda tubo color negro liso que le llegaba unos centímetros por encima de las rodillas; un blazer o chaqueta negra; y unos clásicos zapatos stilettos, con tacón de aguja. La ropa marcaba sus curvas, el pecho, la cintura y las piernas, de forma natural, sin llamar demasiado la atención. No era de esas personas provocativas a las que les gusta lucir sus atributos. Todo lo contrario, era discreta y elegante. Y esa misma norma la seguía con el maquillaje. Al tener una piel morena, se puso una base de maquillaje de tono amarillo, sombra de ojos marrón cálido, durazno en las mejillas y rojo mexicano para los angulosos labios. La combinación de colores, con las sombras y los brillos, le daba un aspecto fresco, alegre y sensual. Había utilizado la cantidad necesaria de manera que parecía formar parte de su piel, como si la naturaleza la hubiera dotado de ese esplendor. Se dejó el pelo cobrizo suelto y con dos mechones hizo una trenza.

Puntual como un gentleman británico, llegó Ignacio Gorján en un Mercedes-Benz Clase S Berlina. Vestía un traje oscuro, hecho a medida, de William Westmancott, con camisa blanca rayada en azul claro de cuello Windsor, en cuyos puños lucía unos gemelos de oro, acompañada en contraste de una corbata de seda azul oscuro con pequeños lunares blancos. Bajó del coche luciendo unos impecables zapatos oscuros de Stefano Bemer. Isabel lo observó por uno de los ventanales e intentó hacer un cálculo aproximado de lo que valía su ropa. Le hizo esperar unos minutos y luego bajó recibiendo un calculado y cortés saludo.

-He de reconocer que estás radiante esta noche -dijo Gorján mientras le ayudaba a entrar en el coche-. He reservado mesa en La Terraza del Casino. Espero que te gusten las vistas de la calle de Alcalá -Isabel le correspondió con una comedida sonrisa.

El restaurante estaba ubicado en la azotea del Casino de Madrid, un edificio palaciego del siglo XIX con fachada modernista ubicado en la calle de Alcalá. A pesar de llamarse La Terraza del Casino, realmente no estaba junto a ningún local de apuestas. Desde 1836 el Casino de Madrid fue un club social de las clases altas. Sin embargo, con la llegada del nuevo milenio, muchas dependencias quedaron abandonadas, lo que llevó a una reestructuración buscando nuevas fórmulas como el distinguido restaurante. En 1998 Ferran Adriá decidió poner en marcha el proyecto y el chef Paco Roncero, con dos estrellas Michelín, se encargó de dirigir la cocina.



Antes de subir al restaurante, una persona esperaba en el ascensor para acompañarlos. El motivo no era solo dar un buen servicio, también tenía la función de comprobar que los caballeros vistieran con chaqueta, imprescindible para acceder a la terraza. En más de una ocasión tuvo que ofrecer una prenda a aquellos que desconocían este requisito. En el caso de Ignacio Gorján, se limitó a sonreír cortesmente y acompañarlos.

A Gorján le gustaba ir todas las semanas para disfrutar los platos sorprendentemente creativos e innovadores: «toda una sinfonía del paladar», solía decir. Desde la terraza las vistas eran sensacionales, ofreciendo el espectáculo único de una de las arterias del Madrid de los Austrias, con sus edificios antiguos de cúpulas y azoteas, bajo un cielo estrellado. Desde allí uno tenía la sensación de dominar el mundo.

Tomaron asiento en una de las mesas de la terraza. Isabel observó el interior bien iluminado, decorado con columnas, lámparas de araña y un suelo que le recordó a los dameros de ajedrez. Tenía un estilo moderno, alegre, totalmente distinto a la apariencia del edificio.



-Para beber tráiganos una botella de Gran Reserva 2004 de Remírez de Ganuza -ordenó Gorján a la pregunta del camarero-. A diferencia de lo que otros puedan opinar, sobretodo los que frecuentan ese restaurante al que llaman Sabatini, el vino de Remírez de Ganuza es de los mejores del mundo.

-Es posible –respondió indiferente Isabel, deseando entrar en el tema que los había llevado allí-. Reconozco que el vino cuenta con los mejores racimos de graciano, viura, tempranillo y malvasía del año 2004. Y su sabor cremoso, con cierta fresca acidez y suave gusto lácteo lo hace inconfundible. El gusto me recuerda a la mina de un lápiz. Sí, es un buen vino de La Rioja.

Ignacio Gorján la observó sorprendido, como si no esperara una respuesta de ese tipo en una mujer tan atractiva. Isabel sonreía. «¿Qué se habrá creído este? ¿Porque sea mujer ya no entiendo de vinos?», pensó.

-Me asombras –respondió con una amplia sonrisa, como si hubiera descubierto un espécimen raro-. Nunca había pensado que detrás de esos ojos verdes hubiera -buscó la palabra políticamente correcta, aunque Isabel ya la sabía-… una mujer con estilo y personalidad.

El camarero llegó y protocolariamente sirvió un poco de vino a Gorján para su cata. Este observó el color rojo picota del caldo, lo olfateó y bebió lo suficiente para saborearlo como un catador profesional. Al cabo de un minuto, asintió con la cabeza y el camarero sirvió las dos copas.

-Reconozco que la sumiller María José Huertas es la mejor en su género diseñando la carta de vinos -tomó otro pequeño trago disfrutando con los ojos entrecerrados el Remírez de Ganuza-. A mí nunca me han gustado los vinos franceses. Recuerdo que hace años Paco Montegrifo, el que fue director de la sucursal de Claymore en Madrid, me hablaba de cómo los años van cambiando el gusto de un Borgoña por un Burdeos. Era capaz de pagar una fortuna por una caja de Petrus o de Chateau d'Yquem. El muy necio.

-Supongo que no hemos venido a hablar de vinos –dijo Isabel exasperada, deseando cambiar de tercio.

-Naturalmente -respondió condescendiente, mostrando una sonrisa seductora-. Hay mucho de qué hablar. Pero primero comamos. He pensado que te gustaría probar las revolucionarias creaciones de Paco Roncero. Es un menú degustación muy completo.

A lo largo de la velada fueron llevando distintos platos en los que se combinaban diseño y sabor. Iniciaba los entrantes con un cocktail Daiquiri Frozen a dos temperaturas, seguido de pan con mantequilla de aceite, bizcocho negro de sésamo y miso, lazo de remolacha, aceituna crocante, una cucharita de fresa al campari y un sublime bocadillo de chorizo.

-¿El negocio del que me quieres hablar tiene que ver con el cuadro que recuperamos? -preguntó Isabel mirándole fijamente a los ojos.

-Sí, pero es más que eso -Gorján dejó los cubiertos sobre el plato adoptando una posición de cercanía y afabilidad-. Como sabrás, soy inversor. Me muevo por los mercados internacionales. Mi vida son los negocios.

-Eso ya lo sabía – dijo impaciente. Gorján hizo caso omiso del comentario y continuó como si relatara su vida en un documental.

-Pero también me gusta el arte. Nos conocemos desde hace varios años. ¿Cuantos? -hizo una pausa-. ¿Cinco años, seis? He invertido mucho en cuadros, sobretodo en aquellos que guardan interesantes historias. Y creo que ha llegado el momento de buscar otra perspectiva de negocio.

-Al grano Gorján.

Aquella noche Ignacio Gorján descubrió cierto encanto en Isabel, quizás algo de morbo. No solo era por su aspecto exótico, la forma tan elegante de vestir y los gestos sensuales. También le atraía el aire de mujer fuerte y dominante en apariencia, con ese juego intelectual «poco frecuente en una mujer». Una de sus aficiones eran los caballos. Le gustaba domarlos, someterlos a su capricho. E igual concepción tenía de las mujeres. Cuanto más se resistían más se interesaba por ellas.

-He pensado que ya es hora de abrir mi propia galería de arte en Madrid -esperó unos segundos observando el inexpresivo rostro de Isabel-. Naturalmente sería un primer paso para abrir otras en Nueva York, Londres, París, Roma y Tokio.

-Pues te deseo mucha suerte -dijo mostrando desinterés.

-El problema es que necesito a alguien con talento -«unas bonitas piernas y grandes pechos», pensó Isabel-, inteligencia y buenos contactos.

-Si estás pensando en mí, ni lo sueñes. No trabajo para nadie.

-Podrías ganar mucho dinero. Grandes eventos. No como esa tertulia que organizas de vez en cuando en la tienda. Te hablo de viajar por todo el mundo, hoteles de lujo, restaurantes exclusivos -miró a su alrededor-, asiento Vip en los aviones y una tarjeta Oro.

-¿Y qué hago con la tienda?

-¡Ah!, la tienda. Que se encargue Rubén. Para esas cosas es bueno. Le gusta encerrarse en bibliotecas buscando la historia de las piezas de arte -Gorján se acercó más a Isabel, buscando la forma de entrar en su espacio y ganarse la confianza-. Te propongo la oportunidad de que salgas al mundo, de ser tú misma y vivir una vida mejor.

-Ya lo he decidido: no.

-No hace falta que me des una respuesta ahora. Prométeme que te lo pensarás -posó su mano sobre el suave antebrazo de Isabel. Ella frunció el ceño dirigiendo una fría mirada hacia la mano. Ignacio la retiró lentamente sin perder la sonrisa. Como si nada hubiera pasado, cogió la copa de vino y lentamente tomó un sorbo. Algo guardaba en la recámara-. Me he permitido adquirir un local cerca del Paseo de la Castellana e inaugurarla con una exposición del arte ruso haciendo un recorrido histórico de todo el siglo XX -miraba a Isabel fijamente, divertido, ocultando una sonrisa de lobo-. Y quiero que entre las obras más destacadas estén los tres cuadros póstumos de Víktor Petrograd.

Isabel notó como la adrenalina activaba todo su cuerpo aumentando el ritmo cardíaco. Necesitaba respirar. El nombre del artista ruso le ponía nerviosa. Después de los últimos acontecimientos nada bueno podía esperar.

Tuvo tiempo de reponerse tomando una nueva copa de vino. Era la hora de probar los tapiplatos, los platos fuertes en tamaño reducido, como los frascos de esencias. Era una forma de probar distintos platos disfrutando de sabores y texturas únicos sin llegar a ser pesados. Comenzaron por una original lasaña de ostra en tartar, con crema de tuétano y aire de yema; luego risotto de guisantes, bacalao y cerezas; para terminar con Wagyu con puré de apio, foie y salsa teriyaki. Cuando creía Isabel que habían concluido, el camarero llevó dos platos más: San Pedro con puré de limón y Pichón con gelé-cru de manzana al casis.

-Reconozco que el proyecto es interesante -dijo Isabel planteando una nueva estrategia.

-Sabía que te gustaría -Gorján parecía entusiasmado, estaba consiguiendo domar a aquella fierecilla para que comiera de su mano-. Por esta razón, quiero que restaures la colección de los tres cuadros que se expusieron en el Museo de Kiev en 1940. Desgraciadamente el cuarto cuadro desapareció y nunca se ha recuperado -su sonrisa se apagó-. Una lástima. El valor de la colección hubiera subido -pareció meditar unos segundos. Isabel lo miraba con recelo, intentando adivinar cual era realmente su propósito-. Bueno, tres cuadros son mejor que ninguno. ¿No te parece? -Isabel asintió-. Si tu amiguito Rubén pudiera buscar alguna historia... digamos... interesante y creíble, mejor.

-Tendré que consultarlo con él.

-Claro, claro. Tú mandas.

La sorpresa llegó con el postre. Allí mismo se preparó un coulant de chocolate sobre un cazo con distintos tipos de chocolate y calentado con nitrógeno líquido. Isabel no pudo resistir la tentación de romper la fina capa y tomar pequeñas cucharadas de aquel afrodisíaco.

La conversación dio un giro hacia temas más triviales, con insinuaciones, propósitos y miradas incómodas. Gorján sonreía satisfecho, escuchándola con atención sabiendo que ya era suya.


El café estuvo acompañado de pequeñas locuras o petit fours consistentes en filipinos de chocolate y bombones crujientes.

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