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Frente
al espejo de pie clásico de madera blanca, Isabel se veía
satisfecha: camisa con mangas de tres cuartos color blanco sin
permitir que se trasluciera; falda tubo color negro liso que le
llegaba unos centímetros por encima de las rodillas; un blazer
o chaqueta negra; y unos clásicos zapatos stilettos,
con tacón de aguja. La ropa marcaba sus curvas, el pecho, la cintura
y las piernas, de forma natural, sin llamar demasiado la atención.
No era de esas personas provocativas a las que les gusta lucir sus
atributos. Todo lo contrario, era discreta y elegante. Y esa misma
norma la seguía con el maquillaje. Al tener una piel morena, se puso
una base de maquillaje de tono amarillo, sombra de ojos marrón
cálido, durazno en las mejillas y rojo mexicano para los angulosos
labios. La combinación de colores, con las sombras y los brillos, le
daba un aspecto fresco, alegre y sensual. Había utilizado la
cantidad necesaria de manera que parecía formar parte de su piel,
como si la naturaleza la hubiera dotado de ese esplendor. Se dejó el
pelo cobrizo suelto y con dos mechones hizo una trenza.
Puntual
como un gentleman
británico, llegó Ignacio Gorján en un Mercedes-Benz Clase S
Berlina. Vestía un traje oscuro, hecho a medida, de William
Westmancott, con camisa blanca rayada
en azul claro de cuello Windsor, en cuyos puños lucía unos gemelos
de oro, acompañada en contraste de una corbata de seda azul oscuro
con pequeños lunares blancos. Bajó del coche luciendo unos
impecables zapatos oscuros de Stefano
Bemer. Isabel lo observó por uno de
los ventanales e intentó hacer un cálculo aproximado de lo que
valía su ropa. Le hizo esperar unos minutos y luego bajó recibiendo
un calculado y cortés saludo.
-He
de reconocer que estás radiante esta noche -dijo Gorján mientras le
ayudaba a entrar en el coche-. He reservado mesa en La
Terraza del Casino. Espero que te
gusten las vistas de la calle de Alcalá -Isabel le correspondió con
una comedida sonrisa.
El
restaurante estaba ubicado en la azotea del Casino
de Madrid, un edificio palaciego del
siglo XIX con fachada modernista ubicado en la calle de Alcalá. A
pesar de llamarse La Terraza del Casino, realmente no estaba junto a
ningún local de apuestas. Desde 1836 el Casino de Madrid fue un club
social de las clases altas. Sin embargo, con la llegada del nuevo
milenio, muchas dependencias quedaron abandonadas, lo que llevó a
una reestructuración buscando nuevas fórmulas como el distinguido
restaurante. En 1998 Ferran Adriá decidió poner en marcha el
proyecto y el chef Paco Roncero,
con dos estrellas Michelín, se encargó de dirigir la cocina.
Antes
de subir al restaurante, una persona esperaba en el ascensor para
acompañarlos. El motivo no era solo dar un buen servicio, también
tenía la función de comprobar que los caballeros vistieran con
chaqueta, imprescindible para acceder a la terraza. En más de una
ocasión tuvo que ofrecer una prenda a aquellos que desconocían este
requisito. En el caso de Ignacio Gorján, se limitó a sonreír
cortesmente y acompañarlos.
A
Gorján le gustaba ir todas las semanas para disfrutar los platos
sorprendentemente creativos e innovadores: «toda una sinfonía del
paladar», solía decir. Desde la terraza las vistas eran
sensacionales, ofreciendo el espectáculo único de una de las
arterias del Madrid de los Austrias, con sus edificios antiguos de
cúpulas y azoteas, bajo un cielo estrellado. Desde allí uno tenía
la sensación de dominar el mundo.
Tomaron
asiento en una de las mesas de la terraza. Isabel observó el
interior bien iluminado, decorado con columnas, lámparas de araña y
un suelo que le recordó a los dameros de ajedrez. Tenía un estilo
moderno, alegre, totalmente distinto a la apariencia del edificio.
-Para
beber tráiganos una botella de Gran
Reserva 2004 de Remírez
de Ganuza -ordenó Gorján a la
pregunta del camarero-. A diferencia de lo que otros puedan opinar,
sobretodo los que frecuentan ese restaurante al que llaman Sabatini,
el vino de Remírez de Ganuza es de los mejores del mundo.
-Es
posible –respondió indiferente Isabel, deseando entrar en el tema
que los había llevado allí-. Reconozco que el vino cuenta con los
mejores racimos de graciano, viura, tempranillo y malvasía del año
2004. Y su sabor cremoso, con cierta fresca acidez y suave gusto
lácteo lo hace inconfundible. El gusto me recuerda a la mina de un
lápiz. Sí, es un buen vino de La Rioja.
Ignacio
Gorján la observó sorprendido, como si no esperara una respuesta de
ese tipo en una mujer tan atractiva. Isabel sonreía. «¿Qué se
habrá creído este? ¿Porque sea mujer ya no entiendo de vinos?»,
pensó.
-Me
asombras –respondió con una amplia sonrisa, como si hubiera
descubierto un espécimen raro-. Nunca había pensado que detrás de
esos ojos verdes hubiera -buscó la palabra políticamente correcta,
aunque Isabel ya la sabía-… una mujer con estilo y personalidad.
El
camarero llegó y protocolariamente sirvió un poco de vino a Gorján
para su cata. Este observó el color rojo picota del caldo, lo
olfateó y bebió lo suficiente para saborearlo como un catador
profesional. Al cabo de un minuto, asintió con la cabeza y el
camarero sirvió las dos copas.
-Reconozco
que la sumiller María José Huertas
es la mejor en su género diseñando la carta de vinos -tomó otro
pequeño trago disfrutando con los ojos entrecerrados el Remírez de
Ganuza-. A mí nunca me han gustado los vinos franceses. Recuerdo que
hace años Paco Montegrifo,
el que fue director de la sucursal de Claymore
en Madrid, me hablaba de cómo los años van cambiando el gusto de un
Borgoña por un Burdeos. Era capaz de pagar una fortuna por una caja
de Petrus
o de Chateau d'Yquem.
El muy necio.
-Supongo
que no hemos venido a hablar de vinos –dijo Isabel exasperada,
deseando cambiar de tercio.
-Naturalmente
-respondió condescendiente, mostrando una sonrisa seductora-. Hay
mucho de qué hablar. Pero primero comamos. He pensado que te
gustaría probar las revolucionarias creaciones de Paco Roncero. Es
un menú degustación muy completo.
A
lo largo de la velada fueron llevando distintos platos en los que se
combinaban diseño y sabor. Iniciaba los entrantes con un cocktail
Daiquiri Frozen
a dos temperaturas, seguido de pan con mantequilla de aceite,
bizcocho negro de sésamo y miso, lazo de remolacha, aceituna
crocante, una cucharita de fresa al campari y un sublime bocadillo de
chorizo.
-¿El
negocio del que me quieres hablar tiene que ver con el cuadro que
recuperamos? -preguntó Isabel mirándole fijamente a los ojos.
-Sí,
pero es más que eso -Gorján dejó los cubiertos sobre el plato
adoptando una posición de cercanía y afabilidad-. Como sabrás, soy
inversor. Me muevo por los mercados internacionales. Mi vida son los
negocios.
-Eso
ya lo sabía – dijo impaciente. Gorján hizo caso omiso del
comentario y continuó como si relatara su vida en un documental.
-Pero
también me gusta el arte. Nos conocemos desde hace varios años.
¿Cuantos? -hizo una pausa-. ¿Cinco años, seis? He invertido mucho
en cuadros, sobretodo en aquellos que guardan interesantes historias.
Y creo que ha llegado el momento de buscar otra perspectiva de
negocio.
-Al
grano Gorján.
Aquella
noche Ignacio Gorján descubrió cierto encanto en Isabel, quizás
algo de morbo. No solo era por su aspecto exótico, la forma tan
elegante de vestir y los gestos sensuales. También le atraía el
aire de mujer fuerte y dominante en apariencia, con ese juego
intelectual «poco frecuente en una mujer». Una de sus aficiones
eran los caballos. Le gustaba domarlos, someterlos a su capricho. E
igual concepción tenía de las mujeres. Cuanto más se resistían
más se interesaba por ellas.
-He
pensado que ya es hora de abrir mi propia galería de arte en Madrid
-esperó unos segundos observando el inexpresivo rostro de Isabel-.
Naturalmente sería un primer paso para abrir otras en Nueva York,
Londres, París, Roma y Tokio.
-Pues
te deseo mucha suerte -dijo mostrando desinterés.
-El
problema es que necesito a alguien con talento -«unas bonitas
piernas y grandes pechos», pensó Isabel-, inteligencia y buenos
contactos.
-Si
estás pensando en mí, ni lo sueñes. No trabajo para nadie.
-Podrías
ganar mucho dinero. Grandes eventos. No como esa tertulia que
organizas de vez en cuando en la tienda. Te hablo de viajar por todo
el mundo, hoteles de lujo, restaurantes exclusivos -miró a su
alrededor-, asiento Vip en los aviones y una tarjeta Oro.
-¿Y
qué hago con la tienda?
-¡Ah!,
la tienda. Que se encargue Rubén. Para esas cosas es bueno. Le gusta
encerrarse en bibliotecas buscando la historia de las piezas de arte
-Gorján se acercó más a Isabel, buscando la forma de entrar en su
espacio y ganarse la confianza-. Te propongo la oportunidad de que
salgas al mundo, de ser tú misma y vivir una vida mejor.
-Ya
lo he decidido: no.
-No
hace falta que me des una respuesta ahora. Prométeme que te lo
pensarás -posó su mano sobre el suave antebrazo de Isabel. Ella
frunció el ceño dirigiendo una fría mirada hacia la mano. Ignacio
la retiró lentamente sin perder la sonrisa. Como si nada hubiera
pasado, cogió la copa de vino y lentamente tomó un sorbo. Algo
guardaba en la recámara-. Me he permitido adquirir un local cerca
del Paseo de la Castellana e inaugurarla con una exposición del arte
ruso haciendo un recorrido histórico de todo el siglo XX -miraba a
Isabel fijamente, divertido, ocultando una sonrisa de lobo-. Y quiero
que entre las obras más destacadas estén los tres cuadros póstumos
de Víktor Petrograd.
Isabel
notó como la adrenalina activaba todo su cuerpo aumentando el ritmo
cardíaco. Necesitaba respirar. El nombre del artista ruso le ponía
nerviosa. Después de los últimos acontecimientos nada bueno podía
esperar.
Tuvo
tiempo de reponerse tomando una nueva copa de vino. Era la hora de
probar los tapiplatos,
los platos fuertes en tamaño reducido, como los frascos de esencias.
Era una forma de probar distintos platos disfrutando de sabores y
texturas únicos sin llegar a ser pesados. Comenzaron por una
original lasaña de ostra en tartar, con
crema de tuétano y aire de yema; luego
risotto de guisantes, bacalao y cerezas;
para terminar con Wagyu con puré de
apio, foie y salsa teriyaki. Cuando
creía Isabel que habían concluido, el camarero llevó dos platos
más: San Pedro con puré de limón
y Pichón con gelé-cru de manzana al
casis.
-Reconozco
que el proyecto es interesante -dijo Isabel planteando una nueva
estrategia.
-Sabía
que te gustaría -Gorján parecía entusiasmado, estaba consiguiendo
domar a aquella fierecilla para que comiera de su mano-. Por esta
razón, quiero que restaures la colección de los tres cuadros que se
expusieron en el Museo de Kiev en 1940. Desgraciadamente el cuarto
cuadro desapareció y nunca se ha recuperado -su sonrisa se apagó-.
Una lástima. El valor de la colección hubiera subido -pareció
meditar unos segundos. Isabel lo miraba con recelo, intentando
adivinar cual era realmente su propósito-. Bueno, tres cuadros son
mejor que ninguno. ¿No te parece? -Isabel asintió-. Si tu amiguito
Rubén pudiera buscar alguna historia... digamos... interesante y
creíble, mejor.
-Tendré
que consultarlo con él.
-Claro,
claro. Tú mandas.
La
sorpresa llegó con el postre. Allí mismo se preparó un coulant
de chocolate sobre un cazo con
distintos tipos de chocolate y calentado con nitrógeno líquido.
Isabel no pudo resistir la tentación de romper la fina capa y tomar
pequeñas cucharadas de aquel afrodisíaco.
La
conversación dio un giro hacia temas más triviales, con
insinuaciones, propósitos y miradas incómodas. Gorján sonreía
satisfecho, escuchándola con atención sabiendo que ya era suya.
El
café estuvo acompañado de pequeñas locuras o petit
fours consistentes en filipinos de
chocolate y bombones crujientes.
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