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Rubén
se descalzó caminando por la alfombra persa del estudio hasta el
mueble bar. Preparó un whisky y se dejó caer en el sillón de
cuero. Él era más clásico en todos los sentidos. Seguía aferrado
a su viejo tocadiscos y la colección de música clásica: Haydn,
Lortzing, Boïeldieu, Berlioz, Beethoven, Bach o
Mozart. Cerró los ojos concentrándose
en el primer movimiento del Cuarteto de
cuerda número 19 de Mozart,
más conocido como Cuarteto de las
disonancias. El primer movimiento
comenzó con un siniestro y silencioso violonchelo, seguido de la
viola y el violín, creando de esta forma la disonancia.
La introducción era larga y lenta, propia del adagio,
hasta llegar al allegro,
con un do mayor,
en forma de sonata.
La
música le llevó a ese estado de evasión de la realidad, sumiéndole
en una especie de trance a medida que seguía las distintas escalas
cromáticas y tonos
en intervalos de cuarta. De vez en
cuando seguía el compás con el brazo derecho, como si estuviera
dirigiendo una orquesta. Apenas le dolía el costado. Solo necesitaba
desconectar del mundo, encerrarse en el universo Mozart y disfrutar
de la soledad. Aún tenía tiempo antes de reunirse con BJ.
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