viernes, 21 de abril de 2017

El cuadro. Capítulo 6


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Al final del Boulevard André Aune había un pequeño arbolado que indicaba el límite de la zona urbana con la colina de la basílica. Estaba en la intersección de Rue Fort du Sanctuaire, a la izquierda, con Montée de LOratoire, a la derecha. Rubén tomó esta última vía iniciando un ascenso por el pedregoso camino peatonal. Las farolas solo iluminaban la calzada de doble sentido, dejando la otra zona en penumbra. No había nadie. Reinaba una absoluta tranquilidad acompañada de la suave y fresca brisa marina. Avanzó cuesta arriba, alejándose cada vez más de Montée de la Bonne Mère. Era una larga travesía cuyo último tramo de escalones hacía más fatigosa la subida. La Basílica de Notre-Dame de la Garde estaba asentada sobre una colina de dos niveles o terrazas. En el primero, una explanada albergaba el parking solo para turismos mientras que en el nivel superior se encontraba el conjunto monumental rodeado de grandes miradores.

Rubén llegó hasta el edificio de piedra junto al Musée de N. D. de la Garde. Desde un extremo, junto a las escaleras, se divisaban unas hermosas vistas del viejo puerto y la zona antigua de Marsella. Aquel era un extraordinario enclave, un lugar estratégico donde podía controlarse gran parte de la costa. Todo estaba inquietamente desierto. Continuó caminando por  el perímetro de la basílica sin encontrar a Isabel y Parisi. Volvió sobre sus pasos hasta el museo y bajó unas escaleras hacia el nivel inferior. El parking estaba completamente vacío. Algo fallaba. Sacó su smartphone y marcó el número de Isabel.

-¿Isabel donde estáis? -preguntó Rubén.

-Seguimos en la casa de campo -contestó con naturalidad-. ¿Como ha ido la entrevista con  Mr. Canetnes?

Un largo y frío silencio se interpuso entre ambos. Rubén contuvo la respiración mientras sus ojos miraban rápidos la explanada. Le habían tendido una trampa.

-Bien -contestó con calma-. Luego te llamo.

Colgó sin dejar de mirar a su alrededor. Inmóvil, en medio de la explanada, bajo la estatua de la Virgen, giró la cabeza lentamente mientras se ajustaba la bolsa de tela a modo de bandolera. Los músculos se tensaron poniendo en alerta los cinco sentidos. Solo el crujir de los árboles y el sonido de la brisa rompían el incómodo silencio. Sabía que era un blanco fácil. Desde cualquier lugar podían observarle o, en el peor de los casos, apuntarle con un arma. Agudizó el oído y miró a la derecha donde había dos salidas: las escaleras que llevaban al museo y la que conducía, colina abajo, a la carretera. En cuestión de segundos su corazón empezó a latir deprisa. Llenando los pulmones de aire, salió corriendo por la pendiente de la colina, sorteando los escalones para llegar al cruce de la carretera. Solo cuando giró a la izquierda surgió, de un pequeño saliente donde había una cruz, una gran sombra que se abalanzó sobre él. Rubén perdió el equilibrio saliendo de la carretera hacia la arbolada. Lo siguiente fue confuso. Un golpe contra el tronco de un árbol y el desplome en el suelo. Le dolía la cabeza. Intentó levantarse cuando sintió varias patadas en el estómago y costado. Instintivamente protegió la cara con los brazos mientras se arrastraba entre piedras y ramas secas. Desde abajo pudo ver brevemente la figura a contra luz, vestido de oscuro y encapuchado. Se inclinó hacia Rubén, agarró la correa de la bolsa y tiró con fuerza llevándolo bruscamente hasta la calzada. No recuerda cuanta distancia recorrió por el duro asfalto, sujetando con fuerza la bolsa y balanceándose a modo de contrapeso para desestabilizarlo. Continuaron por la carretera unos metros abajo hasta que recuperó el control deshaciéndose del misterioso encapuchado. Instantáneamente se incorporó propinándole una patada directa en el estómago que le hizo retroceder hasta caer al suelo. Rubén reanudó la huida por Montée de LOratoire en dirección a la salida del recinto. Pero justo antes de llegar a la curva, le sorprendió encontrar la cancela de hierro cerrada.
Paró en seco intentando mantener la calma. El pulso seguía acelerado. Mientras oía los pasos de la siniestra sombra, descubrió que la cancela terminaba en puntiagudos barrotes como lanzas. No podía sortearla. Por el lado derecho había un desnivel de varios metros de altura imposible de saltar. Solo quedaba la alternativa de subir el terraplén de la izquierda y caminar entre los árboles y el suelo rocoso. Se encaramó por la pared de piedra y abrió paso entre oscuridad y maleza. El atacante lo alcanzó volviendo a caer al suelo. Esta vez el golpe contra las rocas resultó más duro, provocándole un fuerte dolor en espalda y abdomen que hizo estremecerse. Ambos rodaron por el terraplén hasta llegar al otro lado de la carretera. Apenas podía moverse. Estaba desorientado. El encapuchado lo cogió de la camisa levantándolo hasta estrellarlo contra la cancela. Rubén se cogió fuertemente a los barrotes manteniendo el equilibrio. En ese momento le vio la cara. Era la misma persona que la noche anterior iba en el Ferry Boat haciendo fotografías sin flash.

-Dame la bolsa -dijo con acento extranjero mientras extendía el brazo izquierdo.

Rubén la sujetó fuertemente.

-Ven a por ella.

Apoyado contra la cancela, esperó el avance del otro y, cuando lo tenía casi encima, lanzó una patada en la rodilla izquierda. Aprovechando que perdía el equilibrio le asestó varios derechazos en toda la cara hasta tumbarlo. El contacto de sus nudillos con la mandíbula le produjo un fuerte dolor que se extendió por toda la mano. Aquel hombre comenzó a echar sangre por la nariz mientras quedaba tendido en el suelo. Rubén dio media vuelta y siguió la carretera hasta llegar a una especie de glorieta en la Place du Colonel Edon. Confuso por no haber llegado al Boulevard, como esperaba, avanzó por la Rue Montée de LOratoire. A duras penas podía correr. Le dolía la espalda y el costado derecho. Con cada paso la respiración se hacía más difícil. Siguió hasta encontrar una bocacalle que llevaba al boulevard. Giró por la derecha en Rue des Oblats bajando hasta encontrar el Boulevard André Aune. Le faltaba el aliento, respiraba con dificultad y un nuevo dolor agudo en la base del tórax hacía casi imposible continuar. Paró un segundo para tomar aire cuando surgió de lo alto de la calle la amenazante sombra. Respiró profundamente y siguió corriendo. Sus piernas apenas respondían. Iba de un lado para otro intentando no perder el equilibrio. Sentía la respiración más agitada y la boca seca. Solo cuando creía caer al suelo vio a lo lejos un taxi. Tomó fuerzas y, con el brazo levantado, bajó por el centro de la calzada. Solo necesitó unos segundos para subir y pedir al taxista que diera la vuelta hacia el puerto. Por la ventanilla trasera vio como aquella figura se hacía cada vez más pequeña.

Del bolsillo sacó un paquete de pañuelos. Mientras se limpiaba la cara descubrió que el taxista le observaba por el espejo retrovisor con cierta desconfianza, pensando que había sido mala elección recogerlo. En vista de la situación, decidió sacar un billete de veinte euros y ponerlos en el asiento del copiloto.

-Voici un acompte -dijo Rubén mientras el taxista recogía el billete con una sonrisa.

Ya no podía volver al hotel ni a casa de Parisi, dos lugares posiblemente vigilados. Durante veinte minutos estuvieron recorriendo el centro de Marsella sin rumbo fijo. Necesitaba calmarse, pensar y buscar un refugio. Aún no comprendía como había podido caer en la emboscada. Tenía que haber llamado a Isabel al salir del bar y verificar la autenticidad del mensaje. Ahora comprendía las últimas palabras del viejo joyero: realmente estaba jugando con fuego. Con mano temblorosa volvió a secarse el sudor. Tenía los nudillos ensangrentados por el puñetazo. Apenas podía mover los dedos. Por la ventanilla observó los antiguos edificios, vestigio del segundo Imperio, cuando miles de barcos llegaban de las distintas colonias. Realmente toda Marsella giraba en torno a la cala del viejo puerto, toda su expansión se iniciaba allí, justo donde marineros griegos procedentes de Asia Menor la fundaron en el año 600 a.C. «Tú también escondes secretos», pensó Rubén mientras contemplaba a lo lejos un punto blanco suspendido en la oscuridad de la noche. Era la basílica que seguía alzada como un faro. Su mirada se perdió en profundos pensamientos. Miraba pasar los coches, la gente, pero no se fijaba en ellos. Seguía preguntándose como sabían que estaba en  Marsella, se hospedaba en el Hôtel La Residence Du Vieux Port, había ido al Bar de la Marine aquella noche y, lo más importante, como supieron que la Basílica de Notre-Dame de la Garde era el lugar indicado para la emboscada. «A ver -pensó-, solo hay dos personas que saben que estamos en Marsella: BJ y Parisi. BJ está descartado, tiene sus principios y nunca se vendería a nadie. Parisi fue la que nos contrató y está también en el punto de mira. Entonces, ¿quién nos vigila y de qué forma?».

De alguna manera alguien conocía cada paso que daban Isabel y Rubén, no solo sus localizaciones sino también lo que pensaban hacer. En ese momento reconoció que no era una coincidencia los intentos de robo en casa de Parisi y en la tienda, como tampoco la presencia de aquel turista en el Ferry Boat, el mismo que le había agredido. Rubén volvió a mirar el punto luminoso de la basílica, aquel templo asentado sobre una fortaleza. Pronto recordó la cripta construida en la roca, como una caja fuerte. « ¿De qué forma se puede controlar los movimientos de una persona? Escondiendo un localizador GPS», razonó. Rápidamente abrió la bolsa y sacó todo el contenido. Miró en el bloc de notas, el bolígrafo, la cartera de piel donde guardaba toda su documentación, la tablet y en el smartphone. Por algún lado debía estar escondido algún localizador minúsculo. Era la única solución racional que se le ocurría. Luego miró en la bolsa de tela. Siempre la llevaba consigo. Revisó cada uno de los pliegues y costuras, miró en el interior, los bolsillos, el cierre y la correa. Volvió a palpar la parte de fuera hasta que descubrió una doble costura en un lateral, entre uno de los pliegues. Era minúsculo y apenas perceptible. Del bolsillo sacó un llavero y utilizó una de las llaves para rasgar el hilo. Con sumo cuidado fue empujando una pequeña pieza de metal parecida a una pila de botón. Hizo una fotografía y se la mandó a BJ. La respuesta fue rápida y contundente: Localizador GPS y micrófono. Todo cuadraba. Alguien entra a robar y no se lleva nada. No había duda de que realmente el robo fue una excusa para introducir micrófonos. Si él llevaba uno era posible que también Isabel llevara otro.

Un halo de paranoia se apoderó de Rubén. No se sentía seguro en ningún lugar, todos le parecían sospechosos. Envió nuevamente un mensaje: Limpieza urgente en tienda y casa. BJ sabía qué hacer, realizar un barrido en la tienda y en la casa de Rubén en busca de micrófonos y cámaras ocultas. Luego envió a Isabel un mensaje encriptado: Nos han puesto micrófonos y localizadores. Busca en tu bolso y deshazte de él. Nos vemos en casa de César. Procura que no os sigan.

Bajó unos centímetros la ventanilla del taxi y lanzó lejos el localizador. Dejó que el aire diera en su rostro mientras aspiraba profundamente, sintiendo como se llenaban los pulmones de aire fresco. Cerró los ojos. No dejaba de ver el aspecto de su atacante, delgado, vestido de negro con sudadera de capucha que le permitía moverse entre la penumbra sin ser visto; tenía los rasgos de la cara bien marcados, fruto de una vida dura, la cabeza rapada al cero y barba bien afeitada. De hecho su mirada era penetrante y fría, llena de odio y maldad. Un rasgo importante que recordó en el taxi fue el tatuaje que llevaba en el brazo izquierdo: un pentagrama invertido dentro de un círculo formado por una serpiente enroscada. «¿Será la marca de Caín?», se preguntó. Nunca se había enfrentado a un personaje así y esperaba no cruzarse con él nuevamente. Aún sentía el intenso dolor en el costado aunque el aire le reconfortaba. Miró al taxista y le indicó que fuera a la Rue Edmond Rostand.

La Rue Edmond Rostand estaba en el corazón del barrio antiguo, conocido por el barrio de las antigüedades, en el distrito sexto y octavo de Marsella. Durante la Revolución Francesa se llamó Rue du Marbre, en 1860 lo sustituyeron por Rue Montaux hasta que en 1919, en homenaje al dramaturgo Edmond Rostand, se modificó por el actual nombre. En aquella zona vivía César Bloziat, un viejo anticuario bien conocido por Isabel y Rubén con el que tenían excelente trato personal y profesional. Era un hombre delgado, elegante, de costumbres refinadas. Su apariencia exquisita era semejante a la cultura y educación de la que hacía gala cuando se trataba de obras de arte. Tenía cierta sensibilidad a la hora de valorar un cuadro o una pieza antigua. Vivía cerca de la tienda, en una modesta casa que había decorado elegantemente. Pocas veces había visitado Rubén la casa, y en cada ocasión sentía la misma tranquilidad y acomodo que en la tienda de antigüedades de Madrid. Era como estar en otra época donde el tiempo corría hacia atrás, escapando de la mundanal y frenética vida actual. Recibió a Rubén con toda la hospitalidad del buen anfitrión.

-¡Por Dios Santo! -exclamó al ver el mal aspecto de Rubén-, pareces un espartano ¿Con quién te has peleado esta vez, con los macedonios?

-Sí, pero esta vez Selasia no ha sido derrotada. Aunque poco ha faltado.

-Entra y te aseas un poco mientras preparo un whisky. Lo vas a necesitar.

Rubén tenía la mejilla derecha morada y diversos rasguños en el rostro. Afortunadamente el tabique de la nariz y la mandíbula estaban intactos aunque no podía decir lo mismo de las costillas. Se lavó la cara y alisó el pelo. Salió por el pasillo que conducía a las distintas habitaciones y al cruzar el estudio descubrió una cosa que le desconcertó. Sobre la mesa había varios bocetos parecidos a los que Parisi les envió. Eran los mismos bocetos que Pierre Nouvie había dibujado para la construcción de la Koljosiana. Entró para verlos más de cerca mientras César aparecía con dos vasos de whisky.

-¿Donde has conseguido estos bocetos? -preguntó Rubén.

-Me los vendió una joven muy agradable la semana pasada -respondió mientras dejaba el whisky sobre dos posavasos redondos de arenisca con dibujos ecuestres.

-¿Se llamaba Parisi Nouvie?

César tardó unos segundos en contestar haciendo memoria.

-Creo que sí. Parecía la Madonna Sixtina. Tenía la piel blanca, sonrosada, y un pelo largo rubio. Y sus ojos, de un extraordinario azul. Si fuera Rafael la hubiera hecho mi musa -se sentó en un sillón de cuero con una naturalidad estudiada, cruzando las piernas y posando el vaso de whisky sobre una mesita de nogal-. ¿A qué viene ese interés por los bocetos?

-Son de Víktor Petrograd -César contuvo la respiración unos segundos. Intentaba mantener la serenidad fingiendo desinterés. Lo que había comprado a Parisi valía una fortuna y no había sido capaz de reconocerlo. Pausadamente tomó un trago de whisky, sin prisas, disfrutando de su sabor-. ¿Los bocetos que compraste a Parisi los incluiste en tu catálogo?

-Sí,  al día siguiente se presentó un joven interesado por alguno de ellos.

-¿Ese joven era delgado, con la cabeza rapada y tenía un tatuaje en el brazo izquierdo?

El semblante de César cambió. Poco a poco iba desapareciendo esa firmeza y confianza de hombre de mundo. Estaba perplejo, no comprendía lo que estaba ocurriendo.

-¿Como lo sabes?

-Es el mismo que me ha atacado esta noche.

-¿Isabel está bien?

-Sí, está con Parisi fuera de la ciudad. Le he dicho que venga hacia aquí.

-Por Júpiter, es más grave de lo que pensaba. ¿Tienes alguna idea de quién puede ser? -Rubén negó con la cabeza. Volvió a mirar los bocetos y, con el vaso de whisky en la mano, se dejó caer en el otro sillón de cuero. Cerró los ojos unos instantes, respirando profundamente para mitigar el dolor del costado-. Mi querido amigo. Ya sabes que os podéis quedar aquí todo el tiempo que necesitéis. Esta es vuestra casa. Naturalmente no es Versalles, pero hay todo lo necesario para pasar una temporada hasta que amaine la tormenta.

-Te lo agradezco César pero es mejor que mañana a primera hora volvamos a Madrid.

César asintió con la cabeza. Desde Madrid podían continuar la investigación más fácilmente, tenían todos los recursos necesarios y el apoyo técnico.

A la una de la madrugada llegó Isabel a casa de César. La primera impresión al ver el lamentable estado de Rubén fue de sorpresa seguida de lástima y miedo. No paraba de hablar rápido y hacer preguntas continuamente. César la calmó ofreciéndole una taza de tila.

-Se nos ha ido todo de las manos -dijo Isabel tomando pequeños sorbos de infusión. No dejaba de mirar a Rubén con cierta ternura.

-Creo que nos estamos acercando y eso inquieta a algunas personas. Esta noche he descubierto bastantes secretos de familia que aclaran el pasado de Parisi y dan un vuelco a la línea de investigación de los cuadros. Ya es el momento de reunir todas las pruebas y analizarlas.

-¡Fantástico! -exclamó César mientras se levantaba enérgicamente-. Hijos míos, antes de descorrer el fino velo de Isis, os propongo una ligera y apetitosa cena. Poneros cómodos. Intuyo que la noche va a ser larga e interesante. Aquí, en mi humilde santuario, podréis desentrañar los entresijos de este misterio.

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