domingo, 12 de marzo de 2017

El cuadro. Capítulo 1

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Como un cliente más avanzó entre los coches. El parking estaba desierto. Solo el zumbido de los extractores de aire rompían un silencio incómodo, expectante. Serpenteó las columnas de hormigón con la ligereza de un gato en la noche, atento a su alrededor, hasta uno de los pasillos de circulación, cerca de la rampa de subida. La planta estaba vacía, lóbrega, sin tránsito de coches. Entre la penumbra, Rubén Carter avanzó sigiloso, escudriñando cada rincón que le indicara el lugar exacto. Según las informaciones de BJ la entrada estaba pasada la rampa, una blanca puerta de doble hoja. Se detuvo en el cruce agudizando el oído y continuó hacia el otro extremo del pasillo hasta la entrada. El trabajo era simple. Se trataba de una cerradura monopunto de gancho reforzado con dos placas de acero y cilindro 30x30. Miró a ambos lados e introdujo primero una llave de tensión con la que presionar la parte inferior de la cerradura. A continuación sacó la ganzúa ejerciendo un empuje sobre los pistones del cilindro. Con dedos de cirujano fue girando hasta oírse un pequeño clic metálico. Es entonces cuando giró el picaporte y entró de un salto hacia la oscuridad. A la espesa tiniebla le siguió un penetrante silencio, como si el extractor de aire y los coches hubieran desaparecido.

Durante unos segundos controló la respiración mientras el ritmo cardíaco descendía. Miró el reloj: las once en punto de la noche. Sacó de su mochila negra una linterna Led de 200 lúmens, suficiente para recorrer los profundos túneles que esconde Madrid, y se la acopló en la cabeza. Al encenderla una potente claridad inundó un largo pasillo cubierto de polvo gris. Ninguna marca en el suelo hacía pensar que alguien había entrado en mucho tiempo. Todo estaba intacto y eso le tranquilizó. No quería ninguna sorpresa de última hora. Caminó unos cien metros hasta llegar a una estrecha escalera de cemento que llevaba a un piso inferior. Conforme descendía sintió un cambio de temperatura en el ambiente. Ya no era el humo de los coches sino un aire rancio, espeso, acumulado en un recinto cerrado durante años. La estancia era pequeña y de techo bajo, con paredes plomizas que amortiguaban la luz de la linterna. Ni siquiera el sonido podía traspasar aquellos gruesos muros de cemento. Abrumaba la atmósfera, invadiendo esa sensación de total aislamiento del exterior. Esa soledad, esa incomunicación con la superficie, le estremecía. No era la primera vez que se sumergía en el submundo de una ciudad y, aún así, nunca se acostumbró a los espacios cerrados, sobretodo bajo toneladas de tierra y hormigón.

Miró a su alrededor hasta que pudo distinguir otra puerta metálica al fondo. Apenas podía apreciarse del resto, como si el polvo la hubiera fundido con la pared. Más que cerrada, parecía estar sellada con el marco. Limpió el exterior de la cerradura y extendió un lubricante de grasa de litio por dentro. Esperó unos segundos y ejecutó el mismo trabajo de la primera puerta. En esta ocasión se resistió hasta que en varios intentos consiguió girar. Con dificultad la abrió dando paso a unas escaleras de techo abovedado. Ya había entrado en la zona antigua de la ciudad.

Sobre unos cientos de metros por encima se encontraba la Plaza Mayor, en pleno centro de la ciudad. A partir de ahí se extendía una de las redes de túneles que Felipe IV mandó construir desde el Palacio Real. Según informó BJ, solo tenía que seguir las galerías marcadas en el mapa hasta llegar a los sótanos de un edificio próximo a Cibeles. Solo así evitaba ser detectado por las cámaras de vigilancia exteriores. Los puntos de referencia eran el Monasterio de la Encarnación y el Teatro Español, dos lugares que debía cruzar en dirección norte. No entraba directamente en los túneles reales, utilizados por el monarca para los oficios religiosos o la asistencia al teatro. Según la leyenda, cuando estas galerías se inundaban de agua, Felipe IV embarcaba en una góndola hacia el convento. Rubén miró atentamente el pasillo. No imaginaba al rey vestido de negro, rígido, con esa rígida golilla de seda bajo una Valona blanca en el cuello, agarrándose a una góndola mientras atravesaba turbias aguas. No era la imagen que tenía al recordar el cuadro de las Meninas o El cazador.

Durante quince minutos transitó dirección norte, siempre guiado por la brújula digital y el plano que BJ descargó del servidor de Urbanismo del Ayuntamiento. Lo que en principio parecía que caminaba pendiente abajo pronto notó como ascendía hasta desembocar en un cruce. Consultó el mapa y giró hacia la derecha trazando un semicírculo hasta llegar a un recinto cuadrado. Curiosamente no se cruzó con cisternas, colectores o pasos pluviales. Al contrario, aunque había cierta humedad en el ambiente, solo podía apreciarse una capa de suciedad en el suelo y muros agrietados.

En aquel cubículo encontró una plancha metálica, como si la hubieran puesto para tapar la entrada. No tenía cerradura, picaporte ni hendidura por donde hacer presión. Limpió el contorno hasta encontrar a una muesca que permitía forzarla. De la mochila extrajo una palanca de acero de carbono, la encajó en la hendidura y empujó fuertemente hacia dentro. El metal cedió un centímetro emitiendo un chasquido. Varios intentos más consiguieron que se desencajara por un lado, como la hoja de una lata de conservas. Continuó por arriba hasta recorrer todo el perímetro. Sin hacer ruido la desencajó apoyándola contra la pared. Una nueva galería continuaba hasta desembocar en unas escaleras. Cogió la mochila y el tubo portalienzos extensible y caminó hasta las escaleras. Apagó la linterna Led y pudo ver un pequeño resplandor que se filtraba por la puerta de arriba. Seguidamente escuchó un ruido de cubos que alertó a Rubén. Había llegado al edificio y parecía que no estaba solo. Con la única luz filtrándose, esperó unos minutos en silencio, apoyado en una de las paredes cerca del hueco de entrada. Pronto se apagó la luz y el ruido cesó.

Sigilosamente, con todos los sentidos en alerta, subió por la escalera hasta la puerta. Encendió la linterna calibrando el nivel de luminosidad lo suficiente para examinar la cerradura sin alertar. Como en las demás ocasiones, no supuso problema alguno el abrirla. Se trataba de un cuarto en el que había varios contenedores bajo una rampa por donde bajaba la basura de las distintas plantas. Inmediatamente salió hacia el vestíbulo, entró por las escaleras de servicio y continuó hasta el quito piso. El edificio era antiguo, ecléctico, con una mezcla de estilos decorativos en el techo y paredes que hacían recordar a principios del siglo XX. La vivienda estaba al final del pasillo, alejada del ascensor y las escaleras. Pronto reconoció la puerta: de grado segundo, fabricada con revestimiento de hierro, escaso relleno y bulones dependientes. Sin embargo le llamó la atención que la cerradura fuera cilíndrica con bombín en forma de pera y llave tipo Yale. Esperaba algo más sofisticado, con anclajes en diferentes puntos y cerraduras con bombillos anti-bumping. Pero allí estaba, dispuesta a abrirla con una llave bump. El método resultó sencillo: introducir la llave, golpear ligeramente al tiempo que se giraba para separar los pistones de los contrapistones. No obstante, el problema estaba realmente en la alarma. Por las indicaciones exteriores de la empresa de seguridad, BJ pudo deducir el sistema de seguridad de la vivienda. Este en concreto se basaba en señales de frecuencia de radio, lo que permitía descifrarlas y convertirlas. De esta forma podía evitar enviar los datos entre el sistema central de alarma y los sensores de movimiento. Y para conseguir interceptar la señal era necesario una distancia máxima de tres metros.

Sacó de la mochila un smartphone crackeado y lo activó. BJ se había encargado de modificarlo e introducir un programa para desactivar el sistema de seguridad. Pronto apareció un mensaje de búsqueda de frecuencia y debajo una franja azul que indicaba el progreso. Cuando llegó al final de la pantalla, apareció un reloj de arena seguido de innumerables mensajes en inglés:

=== Starting process ===
Loading... ok
System check… ok
Reading data… ok
Processing…

Se detuvo un momento. Rubén miró de soslayo pendiente de algún movimiento o ruido extraño en el pasillo. Se impacientaba. El smartphone continuó su actividad ajeno a todo.

Processing… ok
Download data… ok
Modifying log… ok
Saving log… ok
Activating new parameters… ok
Running command… ok
=== Process completed ===

Respiró profundamente. Acto seguido, como un autómata, sacó una llave bump y una maza de caucho para abrir la puerta. El golpe seco sobre la llave provocó un ruido en todo el pasillo que dejó sin aliento a Rubén. Permaneció atento mirando entre la penumbra. Ninguna actividad en las viviendas contiguas. Volvió a respirar profundamente terminando de girar la llave y empujó la puerta. Ahora dependía todo de la eficacia del smartphone en la desactivación de la alarma. Solo tendría diez segundo para averiguarlo una vez entrado. Cogió el tubo portalienzos y la mochila y entró en la vivienda. En el panel de alarma situado junto a la puerta podían verse todos los indicadores en verde sin parpadear. Solo la pantalla mostraba el mensaje “Open...”.

Caminó por un pasillo enmoquetado y paredes olivas tapizadas con valiosos cuadros de autores del realismo socialista ruso como Borís Kustódiev, Yuri Pímenov, Borís Iogansón o Gueli Kórzhev. La vivienda tenía un ambiente elegante, cargado con alfombras, tapices, cuadros, lámparas de araña y muebles señoriales. Su olfato como amante de las antigüedades le advirtió que estaba ante un piso de lujo cuyo inquilino tenía un gusto refinado y selectivo en cuanto al arte. Calculaba en bastante millones de euros todo aquel mobiliario haciendo una tasación por lo bajo. Pocas veces había caminado por una “cueva del tesoro” como aquella sin contar museos y tiendas de antigüedades. Ignacio Gorján apenas le había hablado del inquilino y ahora estaba totalmente intrigado. Solo sabía que el cuadro que andaba buscando era robado y Gorján quería recuperarlo a cualquier precio. Podía haber contratado los servicios del mítico grupo de ladrones de arte, el Grupo de Ajedrez. Eran expertos en hacer “trabajos especiales”. Sin embargo, Gorján prefirió contar con Rubén Carter.

Al final del pasillo, cruzando varias puertas blancas que daban acceso a distintos salones y despachos, estaba situado el estudio, decorado con muebles nobles de robusto nogal y tallaje perfecto. En la pared norte, frente al escritorio, se encontraba el “Desfile en la Plaza Roja”, conmemorando la Revolución de Octubre. Se trataba de un oleo sobre lienzo que reproducía uno de los desfiles militares anteriores a 1941. Su autor era Víktor Petrograd, miembro de la Asociación de Artistas de la Rusia Revolucionaria. Rubén permaneció unos segundos observando el poderío militar soviético, con las tropas del Ejército Rojo en formación junto con unidades de la marina de guerra, caballería, artillería y carros de combate. A lo lejos, se veían las estrellas relucientes del Kremlin y a un Stalin magnánimo en la tribuna del mausoleo de Lenin.

Con sumo cuidado bajó el cuadro y desprendió el lienzo. Lo puso sobre un doble pliego de fino papel enrollándolo y guardando en el portalienzos. Desde los ventanales podía verse una ciudad aún activa, con el bullicio de coches y gente paseando camino de la Gran Vía. Miró su reloj digital: cerca de las doce y media. Del portalienzos sacó una reproducción de otro cuadro conmemorando la victoria del ejército ruso sobre Alemania. Gorján le pidió que lo hiciera para mandar un mensaje al inquilino de la vivienda: había vuelto a ganar él. Una vez colocado la nueva pintura, recogió su mochila y el tubo saliendo hacia el recibidor.

A medida que recorría el pasillo fue acercándose el ruido de unas llaves. Rubén apagó la linterna Led y permaneció inmóvil. Alguien estaba a punto de entrar. Por un momento se sintió como un ratón al final de un túnel ciego, sin salida. Buscó mentalmente otra alternativa de fuga. Le habían cortado el paso y no podía arriesgarse a esconderse en una de las amplias habitaciones. Recordó que en ese tipo de viviendas solían tener un servicio doméstico con doble salida, para que el personal encargado pudiera entrar y salir discretamente. Sí, la puerta de servicio. Una puerta que debía estar cerca de la cocina o en alguna zona donde solían estar los criados. Entre la penumbra, fue entrando en cada una de las habitaciones y pasillos del ala oeste hasta llegar a la cocina. Efectivamente, allí se encontraba una puerta normal con una simple cerradura por donde entraba y salía el personal doméstico y recibían a los proveedores. La puerta principal se cerró de golpe. Luego sonaron los distintos tonos al pulsar el teclado de seguridad y un pitido final de alarma desactivada. Manteniendo una respiración constante para evitar que el pánico le invadiera, sacó la ganzúa y la llave de tensión y abrió con mucho cuidado la puerta. Los pasos eran cada vez más cercanos. Giró el picaporte y salió a un descansillo desde donde bajaban las escaleras de servicio. Tenía que salir de aquel edificio antes de que se dieran cuenta del cambio. No quería arriesgarse más de lo necesario.

Se detuvo un instante en la planta baja cerciorándose de que el portal estuviera vacío. Giró hacia el cuarto de la basura y volvió a entrar al túnel por las escaleras. A partir de ahí todo fue confusión. Continuó con paso rápido, a veces corriendo, por las distintas galerías y pasillos, saliendo hacia distintas bifurcaciones y túneles sin salida. En varios tramos descubrió que el suelo estaba encharcado y las paredes eran distintas, de ladrillo, como si cambiara constantemente de túneles construidos en distintas épocas. El plano y la brújula no le sirvieron para nada. Estaba totalmente desorientado. Paró un momento y tomó aire. Era la una menos cuarto de la noche. Mentalmente recorrió el itinerario que había hecho desde que salió e intentó adivinar en qué parte de Madrid estaba. Lo primero que le vino a la cabeza fue el agua en el suelo y el cambio de materiales en los últimos túneles.

- Agua...agua.. -repitió al vacío-. ¿Donde puede haber agua en Madrid?… Venga, piensa. Alcantarillas, desagües… A ver... hay dos posibles lugares donde puedo estar: cerca del Banco de España o del Palacio Real.

Recordó que BJ le había hablado del búnker del Banco de España, diseñado para inundarse en caso de que alguien quisiera entrar ilegalmente. Situado a treinta y seis metros bajo tierra, la cámara acorazada estaba sobre un canal de agua subterráneo que abastecía a la fuente de la Cibeles. ¿Podría estar ahí? Calculando el tiempo que había caminado y el rumbo era poco probable. De nuevo le vino la imagen de Felipe IV en góndola. Continuó durante quince minutos más hasta llegar al final de un pasillo en el que había una pequeña abertura en la pared. Estaba llena de grafitis y marcas personales, como si los que entraban quisieran dejar constancia de su paso por allí. Una de las pintadas le llamó la atención. Se acercó y mostró una amplia sonrisa. Se trataba de un hashtag dentro de un círculo: #ULISES. Parecía que JB se había adelantado tiempo atrás. Si su marca estaba allí significaba que era un lugar seguro. Con gran dificultad entró en la pequeña abertura y se arrastró unos quinientos metros hasta un espacio amplio. Parecía el sótano de un edificio abandonado.

Todo estaba lleno de polvo, había colchones sucios por el suelo, botellas de alcohol vacías, latas de cerveza y un sin fin de colillas de tabaco. Las paredes blancas habían sido agujereadas, los pilares rotos y techos desnudos, desgajados, como si de un momento a otro fueran a desplomarse. Había escombros por todas partes y ciertas zonas permanecían apuntaladas con barras de hierro o estructuras de madera. Subió a la quinta planta donde aún quedaban restos de antiguos apartamentos y se asomó a uno de los grandes ventanales. Desde allí divisó el monumento a Miguel de Cervantes, sentado bajo un pedestal mientras un Don Quijote y Sancho Panza de bronce cabalgan hacia el horizonte. A lo alto, una bola del mundo coronaba el monumento, recordando la presencia de la lengua española en todo el planeta. Rubén sonrió. Siempre le había gustado el monumento. Representaba toda su historia, si vida, sus sueños. Quizás porque tenía algo de Quijote y Sancho. Al fondo, como una isla en el océano de hormigón, el parque de la Montaña con el Templo de Debod. Rubén tomó aire fresco. Tenía la sensación de estar en dos mundos distintos. El Edificio España donde se había detenido el tiempo, silencioso, desierto y olvidado, frente a una calle de la Princesa bulliciosa, llena de turistas camino de los espectáculos de la Gran Vía. Aquel fue uno de los lugares en los que se sintió a salvo, como envuelto en una burbuja de cemento. Volvió tras sus pasos hacia la planta baja y allí buscó una puerta trasera por donde salir discretamente.

La calle del Maestro Guerrero estaba tranquila. Nadie le vio salir y tomar rumbo hacia el norte, por San Bernardino y Amaniel. Eran las una y cuarto de la noche. Como cada viernes los bares, restaurantes y pubs estaban llenos, cada uno con un tipo de clientela. Porque si de algo se caracterizaba el barrio de Conde Duque era su encanto como lugar artístico, comercial y de ocio. Pocos conocían la decoración exquisita de los locales, acogedores, entrañables y regentados por gente cercana, amable. Desde que Rubén se instaló en la Plaza de las Comendadoras de Santiago, supo que aquel era su barrio. Allí tenía de todo, tiendas con productos artesanales, tipo gourmet, galerías de arte, tiendas de discos y cafés con encanto. Uno de ellos, el Federal Café con su bien cuidada decoración nórdica, era al que le gustaba ir para leer el periódico, una novela o, simplemente, ver llover y pasear a la gente. En el fondo, Rubén era un romántico, un nostálgico.

Llegó hasta la plaza de las Comendadoras y miró a lo alto, hacia la vieja chimenea de la primera fábrica de cervezas Mahou. Después de tanto tiempo seguía allí, rodeada ahora de edificios, dentro de un patio, como un faro en mitad de la noche, un faro apagado, olvidado. Subió a su apartamento cansado. Deseaba tomar una ducha bien caliente, comer algo ligero y descansar. Al día siguiente tenía mucho trabajo en la tienda de antigüedades. A Isa le gustaba hacer un análisis previo de todas las piezas que conseguían, aunque fueran de paso, realizando un barrido fotográfico, cálculo de las dimensiones, características de los materiales empleados, etc., para luego catalogarlo e introducir la información en una base de datos diseñada por BJ.


Por fin estaba en casa, su hogar, su mundo. Era su paraíso personal, el lugar de recogimiento después de largas estancias fuera. La ducha le reconfortó. Se sentía vivo después de varios días de preparativos. Enfundado aún en la toalla, salió al salón mientras se secaba el pelo. Sobre la mesa el teléfono móvil emitía una luz parpadeante color rojo indicando varias llamadas. Lo desbloqueó y en el icono de WhatsApp apareció dos mensajes de Isabel Menat. Permaneció mirando unos segundos mientras contenía la respiración:


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Ven inmediatamente. Alguien ha entrado
en la tienda
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Está todo revuelto. Esto es una locura
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2 comentarios:

  1. Me ha enganchado desde el primer momento. Me parecía estar recorriendo los lugares que vas describiendo con tanto detalle.Enhorabuena y seguiré atenta a leer los siguientes capítulos.

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    1. Muchas gracias Inmaculada por tu comentario. Me alegro de que te guste. Mi propósito es aportar otra visión de la historia con un toque de misterio y planteando qué hubiera pasado si los acontecimientos fueran otros. Confío en no defraudar. Un saludo.

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